Al igual que en todos los hogares rurales, la cocina era el centro en casa de mis abuelos
Juan Frescas Granillo y María Trevizo Márquez. De hecho había dos cocinas, la
principal en donde reinaba una flamante estufa de gas que había sido obsequiada
a la abuela por sus hijas mayores,
Josefina mi madre y mis tías Celia y Concha.
Las
muchachas habían ahorrado para comprarla durante meses. El día que llegó la
estufa junto con su cilindro de gas butano y fue instalada en el lugar donde se
encuentra hasta la fecha, doña María corrió a esconderse en los cuartos más
alejados llevando consigo a sus dos
hijos pequeños: Elías que tendría como 5 años y Carmela de 3.
--¡Vengan
conmigo, no se queden ahí que aquellas locas van a quemar la casa!—les había
dicho a los niños que azorados no sabían lo que estaba pasando.
La
estufa nueva se quedó definitivamente pero la abuela se resistía a usarla así
que dispuso que la vieja de hierro se colocara en una habitación adjunta, la
cual fue bautizada como la cocinita, en donde en realidad se siguieron
preparando los principales alimentos de la familia durante largo tiempo.
Tres
años más tarde nacimos mi prima Silvia y
yo. Con una diferencia de dos meses ella vino primero al mundo, así que puede
decirse que crecimos juntas. Menos de
dos años después se nos sumaron su hermana Esperanza y mi hermano Juan Daniel.
Como los 4 nietos mayores de doña María y don Juan (que a la postre llegamos a
ser más de una veintena) convivíamos frecuentemente con ellos en tiempos
vacacionales y –al menos por lo que a mí respecta- de ellos aprendimos una gran cantidad de
costumbres de la vida en un pueblo rural del norte de México.
La
abuela María no era una gran cocinera pero si una persona que conocía al
dedillo todos los secretos de la elaboración de los alimentos de la dieta
típica del campo chihuahuense de aquellos años
previos a las sabritas y marinelas.
Diario
se levantaba antes del amanecer para guisar los frijoles y palotear las
tortillas de harina que mi abuelos y sus hijos se llevarían a la “labor”; las
tortillas de colocaban en un “guare” de palmilla y los frijoles en una pequeña
cacerola de peltre. En otra cestita algunos quesos asaderos. Recuerdo como un
sueño que llevaban agua y café hervido
en guajes de forma alargada los cuales eran sellados con olotes para que no se
derramara el líquido. No podían faltar los chiles en el itaquate, por lo que la abuela agregaba jalapeños “amor”, unos granitos de piquín o chilacas preparados en diferentes tipos de
salsas.
En
el campo, los hombres hacían un alto en la faena justo cuando el sol se hallaba
en lo alto para recobrar fuerzas y calentar las sencillas viandas con las que
se alimentaban .
Los
niños y niñas también participábamos de estas actividades, sobre todo en
tiempos de siembra o de cosecha de frijol, tareas que nos parecían muy pesadas
a los citadinos pero que igual emprendíamos con gran gusto de poder colaborar.
Además, el abuelo lo hacía divertido para sus nietos. Todavía recuerdo sus
carcajadas cuando el arado se no iba por otro rumbo y la ternura de su mirada
cuando acudía a auxiliarnos.
De
mi hermano Juan Daniel, el mayor de los nietos varones, se cuenta la anécdota que muy chico, como de 8 años, el
abuelo comenzó a llevarlo a la “labor”, pero como era gordito se cansaba pronto
y lo mandaba a descansar a la litera (carro arrastrado por mulas), momento que
el chamaco aprovechaba para comerse las provisiones, dejándolos sin comer a los demás.
Por
estos recuerdos puedo asegurar que no se estilaban los famosos “burritos”, los
cuales aparecieron en el escenario culinario en
tiempos muy posteriores. Lo que aún me resulta curioso es que ya desde entonces se le denominada
“lonche” al refrigerio que se llevaba a la jornada de trabajo, anglicismo que
evidencia la fuerte influencia cultural de la nación hermana del norte.
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