viernes, 15 de noviembre de 2013

EN CA’HE JUAN FRESCAS


Por aquellos años, en el pueblo de mis abuelos todavía se hablaba a  la manera antigua propia de la región noroeste del campo chihuahuense, aspirando las “s”, “f y “J” y antes o después de algunas vocales, de manera que un diálogo habitual se escucharía más o menos así:  
-Hihese usteh don Juan que la vaquilla coloraha anda perdiha-
-¿Y pa´honde habrá agarrado, oiga?-
-Nooo, pos yo que he. Ya  nos huimos a buscarla por  hel río y nada.
-Ah qué animal tan tarugo, ha ver  hi no he lo llevaron ya loh cuatreroh  hehos que andan ahí por hel  ohito.
Algunos de mis tíos todavía hablan así.
Siendo un lugar tan pequeño, todos se conocían, se visitaban y tenían que ver entre sí, sea por familiaridad, compadrazgos, negocios o simplemente por vecindad. La solidaridad era un valor fundamental  para la cohesión  social. Desde luego los varones se apoyaban en las faenas de trabajo y las mujeres estaban siempre  pendientes de las necesidades de los enfermos y los ancianos, a los que era común que se les enviara un caldito de gallina de vez  en cuando. 
Si alguna familia sacrificaba marrano, se guisaban los cueros y a todo el vecindario le alcanzaban chicharrones por lo menos. Igual cuando las mujeres se reunían a hornear pan de levadura o bizcochos, entonces te decían a ti chiquillo: Anda, ve a ca’he Balbina, o  Chú, o Delfino, o de quien se tratara, llévale estos poquitos de panes.
Otro modismo de la región  era justamente ese, la forma de señalar el sitio donde vivía la persona con el “Ca’he”.  Pues bien, en ca´he Juan Frescas, su mujer María Trevizo preparaba, si no diario por lo menos un día sí y otro no, el queso asadero  y  derivados. Productos que  tenían – y tienen-  importantísimo lugar en la dieta  cotidiana de cualquier persona de por el rumbo.
La abuela María , con la sabiduría y habilidad que le daba la experiencia de  realizar esta actividad durante toda una vida, elaboraba  los mejores asaderos  que he comido hasta la fecha, lo mismo que requesón y cuajada. Yo niña me paraba todo el tiempo  a su lado  mientras  ella efectuaba  aquellos movimientos mágicos de donde emergía  la ricura en hebras blanquecinas que me ofrecía directo a la boca,  en un juego inaudito pero gozosamente delicioso de complicidad culinaria.

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