Hubiera
querido que los recuerdos mostrados en Historias de Cocina tuvieran un orden
cronológico, como episodios
en una línea de tiempo, pero la verdad es que los recuerdos no tienen
orden y a veces tampoco secuencia, se
suscitan por cualquier cosa, desde una canción en la radio hasta por un aroma pueden traerlos. Ya lo dijo Silvio “qué
maneras más curiosas de recordar tiene uno…”
Pocas
veces lloro, menos en público, ni aún en los peores episodios de mi vida he
llorado así de tajo frente a los demás.
Por algo dicen que soy fría y dura, no sé, hay quienes así lo dicen, pero ayer amanecí con ganas de llorar, llorar por
todo, por las partidas ocurridas hace no
sé cuánto tiempo, por las ofensas recibidas, por la ausencia del ser amado… por
todo y nada, y a las primeras dos
lágrimas que me sequé con el dorso de la mano, antes que soltar el llanto decidí hornear unas galletas como preámbulo a
las celebraciones navideñas.
Mientras
buscaba la esencia de vainilla en los anaqueles del supermercado caí en la
cuenta de que estaba repitiendo la peculiar conducta de mi abuela. Nunca la vi
llorar en 38 años, pasara lo que pasara,
ni por todas las calamidades de la familia (en cualquier familia suceden calamidades, ninguna se salva); con
los 5 hijos varones pasándose al otro lado de braceros o de mojados; con las
preocupaciones que daban los malos yernos;
la muerte de su padre, la de su madre; ni por las barrumbadas de unos y
otros, no, ella permanecía no digo que incólume porque no era esa su actitud,
sino más bien tremendamente ocupada en sus quehaceres, que no eran pocos y que
antes he descrito.
Ocupaciones
que diariamente empezaban con el lavado del nixtamal, la preparación de las
tortillas para el desayuno, dar el desayuno, atender a las aves de corral,
regar jardines y huerta, extraer agua
del pozo, lavar ropa y trastes, planchar, preparar comida, cena, más tortillas
y lo que se agregara, como remendar los pantalones de mezclilla, freír
sopaipillas, hornear pan de levadura o preparar con tiempo el tesguino para los
festejos de santos y cumpleaños
Había
una de esas actividades que me parecía extraordinariamente difícil: lavar los
colchones. Si cada tanto se lavaban los colchones que eran de borrega de lana,
lo cual implicaba descocerlos, extraer la borrega, sacudirla mucho hasta
quitarle todo polvo y ponerla al sol para desinfectarla antes de volver a
introducirla en las fundas limpias y una vez hecho esto cerrar con costura a
mano y “acolchar”.
Siendo
yo una de las dos nietas mayores, pasaba mucho tiempo pegada a su falda
observando cada uno de sus movimientos;
siempre me pareció que se movía en una especie de danza cuidadosamente
planeada, cada paso que daba tenía un sentido y al final ofrecía como resultado
algún beneficio para el colectivo familiar.
En cierta ocasión la vi descocer unas prendas de lana a cuadros y con
ellas confeccionarme un traje de falda y saco en combinación con pana que me encantaba y me hacía feliz.
Así
que, simplemente, doña María Trevizo no tenía tiempo ni lugar para las penas.
Inicié
mi vida de casada siendo prácticamente una adolescente y por consecuencia, de
cocina no sabía más que guisar huevos y frijoles, además de cocinar el clásico
arroz con tomate, cebolla y ajo que no siempre me salía bien. Por desgracia, el marido
que escogí logró convertir el sagrado momento de los alimentos en un
auténtico y enfermizo suplicio para mi persona, ya que me regresaba los platos
con un manotazo y un mohín acompañados de la típica frase “Así no lo hace mi
mamá” o “eso no me gusta” y no le
gustaba nada pero nada que no fueran frijoles, chuletas asadas y tortillas de harina. Bueno pero… esto quedará
para otro texto porque debo contarles completa
la anécdota de los frijoles en olla de barro.
Desde
luego debí aprender a cocinar y lo hice bien, valiéndome de libros y revistas.
Aun conservo en una carpeta muchas hojas
de revistas con recetas de todos
los tiempos.
Mi
primer hijo tendría como un año de edad cuando, cansada de la falta de consideraciones del marido, decidí tomarme unas vacaciones en casa de los
abuelos, para alejarme y reflexionar. Ese verano volví con los abuelos en otra
posición, ya no como la niña curiosa sino como una joven madre, entonces pude
asumir algunas de las responsabilidades propias de las mujeres adultas. La
relación con la abuela fue totalmente distinta, siendo amas de casa podíamos
compartir entre nosotras desde los más sencillos hasta los más complicados
secretos culinarios. Un mediodía caluroso, mientras el bebé chapoteba sentado en una tina con agua al
alcance de nuestra vista, le mostré cómo lograr que la pasta quedara al “dente”
y nos preparamos una gran cacerola de delicioso espagueti. A partir de entonces
y cada vez que se pudo en los años venideros preparé el espaguetti para las ocasiones especiales de la familia.
Mayores
y enfermos, tiempo después los abuelos vinieron a radicar a la ciudad. Primero
murió el abuelo, única ocasión en que vi
llorar a la abuela y lo hizo de manera
muy discreta, un pequeño grito ahogado de dolor y un par de sollozos sofocados,
luego algunas lágrimas cayeron de sus ojos, lentas y nítidas, hasta desaparecer
absorbidas por el rebozo. En ese
momento dijo que qué iba a ser de ella
sin su Juan, pero las hijas y nietas de inmediato le hicimos sentir que aún
tenía mucho qué hacer por su familia.
Pasaron
los años, la vida siguió, en mi existencia hubo de todo, amor, dolor, uniones,
separaciones, desencantos y nuevas ilusiones, único modo de continuar en pie.
Estaba yo en la ciudad de México, trabajando, cuando recibí una llamada de mi
madre para notificarme que la abuela
había sido ingresada al hospital pues se encontraba bastante mal y que preguntaba recurrentemente por la fecha
de mi regreso porque tenía ganas de
comer el espaguetti. Sentía una gran ilusión de salir del hospital (se negaba
rotundamente a aceptar las comidas que le llevaban) para comer el espaguetti de
Flor María. Del aeropuerto me dirigí al hospital,
entré a su habitación y le tomé la mano, así estuvimos mucho tiempo. “No me
sueltes –decía- siento que me caigo, no me sueltes”. Esa noche falleció.
Estos
recuerdos me vienen a la memoria agregando una buena dosis de nostalgia a los
sentimientos que ya de por si me invadían, aún así encuentro la entereza para
enjuagarme las lágrimas y seguir
batiendo la masa de las galletas de jengibre.
GALLETAS
DE JENGIBRE
Ingredientes:
260
gr de harina
150
gr demantequilla
100
gr de azúcar mascabado
1 cdita
de bicarbonato
1
cdita de canela molida
1cdita
de jengibre molido seco
1
huevo
½
cdita de sal
Preparación:
1.
Precaliente el horno a 180ºC
2.
Tamizar la harina con el bicarbonato, el
jengibre y la canela, coloque en un tazón apropiado.
3.
Batir el huevo y verter sobre la harina, mezclar
4.
Batir la mantequilla hasta acremar , agregar la
harina y la sal
5.
Amasar hasta lograr una masa homogénea
6.
En una superficie enharinada extienda la masa
con el palote hasta ½ cmto de grosor
7.
Corte la galletas y coloque sobre las charolas
para hornear
8.
Hornee de 15 a 20 mins.
9.
Deje enfriar antes de decorar.
Qué emotivos estos recuerdos que evoca la comida. Recuerdo de mi abue (afortunadamente viva) el café matutino con galletas Marías, los tés y su poder curativo y me enseñó a guisar papas sin que se batan.
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